Bueno, bueno, ya se han despertado Olga y Landa. No os
preocupéis, ya os voy a contar lo que pasó el día de la carrera. ¡Uf, qué lío
de historia!, ¡qué lío!
El día de la carrera amaneció algo nublado, pero eso no
impidió que Olga y Landa estuvieran muy contentas. Ellas pensaban ganar, eso lo
tenían claro, muy claro. Además pondrían todo su empeño en ello.
Olga, a escondidas de la directora de la residencia,
subió el desayuno a Landa y también le subió unos pantalones cortos y una
camiseta blanca y unas zapatillas de deporte, Olga también iba vestida con ropa
deportiva.
Salieron sin perder tiempo y se fueron a la puerta de los
almacenes El Buen Precio, allí era
donde iban a dar la salida de la carrera.
Había mucha gente, una pancarta muy grande, banderines de
colores colgados de las farolas, altavoces con música y la voz de un locutor
muy simpático que daba ánimos a todo el mundo. Olga y Landa estaban muy
emocionadas y más se emocionaron cuando les dieron los dorsales con sus
respectivos números. A Olga le dieron el número 215 y a Landa el número 1, porque
el que tenía ese número se tuvo que retirar en el último momento por culpa de
un resfriado.
Olga y Landa no podían con tanto entusiasmo.
-Seguro que ganas -dijo Olga-, además, llevar el número 1
te traerá suerte.
-Claro que sí -respondió Landa mientras sonreía-. Yo voy
a correr todo lo que pueda.
En ese momento se escuchó un redoble de tambor a través
de los altavoces y después la voz del locutor: la carrera estaba a punto de
empezar. Las nubes se fueron y brilló un sol resplandeciente.
Había muchos participantes, doscientos setenta y cinco en
total y todos se apretaron en la línea de salida. Todos estaban nerviosos y
todos querían ser los ganadores. En uno de los escaparates de los almacenes El Buen Precio estaban colocados los
premios: una tienda de campaña enorme y muy resistente, una mesa y sillas
plegables, una cocina de camping y una nevera pequeña llena de frutas y
refrescos. Había hasta un televisor y sobre el televisor un sobre cerrado donde
estaban guardados los 1.000 euros que regalaban al triunfador. Todo lo que
necesitaba Landa estaba allí.
El propietario de El
Buen Precio dio la salida, apretó el gatillo de una pistola plateada y el
disparo se escuchó como un trueno. Los corredores salieron impacientes. Landa
salió como una flecha y Olga la siguió. Sin mucho esfuerzo se pusieron en
cabeza, se miraron de reojo y soñaron con la victoria.
Landa iba con los puños apretados, los ojos casi cerrados
y daba grandes zancadas. Olga también iba con los puños apretados y también
daba grandes zancadas, pero no se fijó mucho en qué dirección corría y tomó por
una calle equivocada.
-¿Dónde vas Olga? -le preguntó Landa, pero a Olga no le
dio tiempo a responder, rápidamente fue un juez hacia ella y la descalificó de
la carrera.
Olga estuvo a punto de echarse a llorar, solo a punto,
porque reaccionó rápidamente y pensó: “Bueno, si no corro yo por lo menos
animaré a Landa”.
Landa seguía la primera, iba sola y feliz en la cabeza de
la carrera. La gente gritaba y aplaudía o hacían comentarios sorprendidos de
que una niña fuera la primera:
-Mira, con lo joven que es y qué velocidad lleva -dijo un
señor bajito que toda su vida había querido ser tenista, pero era fontanero.
-¡Venga, número uno! -dijo una señora que toda su vida
había querido ser bailarina pero que ahora trabajaba de limpiadora en un banco.
-¡Bravo, bravo! -gritaba un muchacho que, de vez en
cuando, soplaba una trompeta de plástico muy grande.
-Sigue así y ganarás -dijo un viejecillo que había
querido ser oculista y era oculista.
-Economiza tus fuerzas -dijo una señora que quería ser
veterinaria y era veterinaria.
Landa seguía corriendo y de lejos escuchaba las voces de
las gentes y algunos consejos los entendía, otros no. Eso de “economiza tus
fuerzas” no estaba muy segura de lo que significaba. También escuchaba los
aplausos y veía las banderitas y a Olga que de vez en cuando daba saltos para
que su amiga la viera entre el público y le decía: “Ánimo Landa, ánimo”.
Landa estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano. Le sudaba
la frente, las manos, las piernas. Pensaba en el momento en que se subiría al
podium, en la entrega del premio. Eso le daba más fuerzas y más empeño ponía en
seguir adelante.
Pasó el primer control y le dieron una botella de agua,
¡tenía tanta sed! Landa siguió adelante, ya solo le faltaban veinte kilómetros.
“Veinte kilómetros no son nada”, pensó Landa. Tenía que
ganar esa carrera, tenía que ganarla, era su única posibilidad de tener casa,
de conseguir la hermosa tienda de campaña naranja que podría instalar en el
patio del colegio o en la plaza del mercado o en la estación del tren. No
importaba dónde, daba igual. Ahora lo importante era ganar la carrera. Landa
cerró los puños y corrió todavía más concentrada y a mayor velocidad.
Olga hacía todo lo que podía, pero era difícil esquivar a
tanta gente y algunos pensaban que ella quería colarse, entonces se ponía a dar
explicaciones y les decía que lo que ella quería era dar ánimo a su amiga
Landa, la que llevaba el dorsal número 1. Todas esas conversaciones la hacían
retrasarse y así poquito a poco se quedó atrás. Decidió que lo mejor era ir
directamente a la meta, allí recibiría a Landa y cogería sitio para ver la
entrega de premios. Sería estupendo.
La gente gritaba, aplaudía, no dejaba de mover sus
banderitas y Landa seguía y seguía corriendo. De pronto vino un grupo muy
unido, era un equipo de corredores muy apretados y la adelantaron velozmente. A
Landa no le dio tiempo ni a verles las caras, pasaron tan deprisa... Ahora, eso
sí, Landa no se vino abajo. ¡Qué va!, al contrario, puso más empeño y dios
tres, cuatro, cinco, seis zancadas muy grandes. Algo increíble volvió a
ocurrir: otro grupo de corredores pasó velozmente y otro grupo más y otro, y
algún corredor solo y alguno más, y otro, hasta que Landa perdió la cuenta de
cuántos eran los que la habían adelantado.
El público empezó a darle ánimo:
-Adelante, número uno -dijo un niño que había suspendido
una vez y sabía muy bien lo triste que se pone uno cuando no salen las cosas
como deseamos.
-Venga, número uno -dijo una señora que pasaba por allí
con la cesta de la compra y estaba tan cansada con el peso que llevaba que se
paró un rato para ver la carrera.
-Arriba, número uno.
Pero... ¿cómo arriba?, ¿qué había sucedido?
Landa estaba a punto de caerse, iba con la mano apoyada
en el lado izquierdo de su vientre y andaba agachada sin poder ponerse derecha.
-Mira el número uno -dijo un señor mientras lanzaba una
carcajada gigante que llegó hasta los oídos de Landa.
-Sí, mirad al número uno -dijo una muchacha mientras se
reía también-, ¿cómo se le ocurre a esa niña apuntarse en una carrera de
personas mayores?
-Venga, número uno -dijo una viejecilla con mucha guasa
sin poder aguantar la risa.
Landa no sabía dónde meterse, no podía más aunque hizo un
esfuerzo de campeona y logró ponerse derecha y andar deprisa algunos metros.
-Ya se levanta el número uno.
-Sí, mirad. Ya se levanta, parece que está recobrando
fuerzas.
En ese momento pasó ante un control y de nuevo Landa
bebió agua y se recuperó un poco. Apretó los dientes y corrió como una
desesperada.
-Así se corre -dijo un muchacho que estudiaba Educación
Física.
La verdad es que Landa ponía toda su alma.
-¡Oh, se ha caído! -dijo una señora.
Landa se levantó rápidamente sin mirar siquiera donde se
había hecho daño y corrió y corrió hasta que adelantó a un señor con bigote.
-Venga, número uno -dijo otra señora que llevaba un
sombrero rosa, pero lo dijo de tal forma que no se sabía muy bien si le daba
ánimos o se reía de ella porque el señor con bigote había reaccionado y
adelantaba orgulloso a Landa.
Landa se inclinó, le dio un pinchazo muy fuerte en el
costado izquierdo y después de dar siete u ocho zancadas, medio ladeada y sin
ninguna orientación, tuvo que detenerse.
-Mira cómo se para la número uno -dijo un señor con un
puro y una barriga muy grande.
-¡Vaya número uno! -dijo una niña decepcionada.
Landa anduvo despacio, ya no podía correr más, las
zapatillas le estaban un poco pequeñas y además tenía mareos.
-¡Qué vergüenza! Si yo llevara el dorsal número uno y no
fuera capaz de acabar la carrera me moriría de vergüenza -dijo un muchacho muy
alto que parecía jugador de baloncesto.
-Pobrecita -se escuchó muy bajito.
-Ja, ja, ja es el número uno más retrasado que he visto
en mi vida
-dijo una señora muy elegante
en el momento que todos, absolutamente todos los corredores que participaban en
la carrera adelantaban a Landa.
Landa andaba inclinada no solo por el pinchazo en el
costado, además así evitaba levantar la cabeza y que se vieran sus ojos
llorosos. “Tierra, trágame”, pensó Landa mientras escuchaba las risas y las
bromas del público. Sin poder resistirlo más se metió en una calle solitaria.
La calle estaba desierta, a lo lejos se oía el griterío
de la masa que animaba a los otros corredores y en aquel momento Landa pensó
que tal vez podría hacer un poquillo de trampa y llegar por un atajo a la meta.
En ese instante se desmayó. Estaba algo más que cansada, estaba rendida.
Ante ella pasó una pandilla de niñas muy bien peinadas y
con helados y caramelos y todas las chucherías que os podáis imaginar.
-Mirad el número uno -dijo una de ellas y se rieron
todas.
-Vamos a ayudarla -dijo otra.
-Sí, para que nos manchemos. ¿No os habéis dado cuenta de
que está llena de churretes?
-Es verdad, hasta tiene las uñas sucias.
Landa oyó sus voces perdidas, ya no podía hacer nada, era
incapaz de levantar un brazo, siguió tendida en medio de la calle.
Así pasó un buen rato hasta que una sombra se posó sobre
ella. ¿Era Olga? No, no era Olga. Era un muchacho muy delgado, de ojos celestes
que se llamaba Enrique.
-Oye, ¿qué te pasa? -dijo Enrique mientras se agachaba.
Landa no podía contestar, la figura de Enrique se
multiplicó por tres o cuatro y ella lo veía dar vueltas a su alrededor.
-Toma, te sentirás mejor -Enrique le acercó un helado de
naranja.
Landa, sin fuerzas, sacó su lengüecita rosa y probó el
helado.
-Anda, ven conmigo -dijo Enrique mientras la cogía en
brazos-. Te llevaré a casa de mi abuela.
La casa de la abuela de Enrique estaba muy cerca, ella
estaba en la puerta tomando el solecito y cuando vio llegar a su nieto con una
niña en brazos entró rápidamente en la cocina y preparó una buena comida. Landa
comió un poquito, muy poquito y bebió zumos y agua. Sobre todo tenía sed, mucha
sed.
Cuando Landa se encontró mejor, la abuela se fue de nuevo
a la puerta. Enrique, mientras tanto, le preparó la bañera a Landa y le dio
unas toallas y ropa suya para que se cambiara. Ya dentro de la bañera, el nivel
del agua aumentó de pronto. No sé si adivináis porqué. Sí, exacto, porque Landa
echó allí todas sus lágrimas y toda su pena por haber fracasado. Ella era una
fracasada. Cuando acabó de bañarse se fue a la puerta junto con Enrique y su
abuela, allí estaban los dos tomando el sol y jugando.
-¿Jugáis al ajedrez? -dijo Landa.
-No, el ajedrez es un juego muy aburrido -dijo la abuela.
Landa miró a Enrique y éste se encogió de hombros.
-A mí no me mires, yo no sé nada, estoy aprendiendo ahora
-dijo Enrique.
-A mi nieto no le gusta mucho porque en este juego no se
mata a nadie.
-¡Ah, no? -dijo Landa interesada.
-No, aquí todas las fichas son iguales y distintas -dijo
la abuelita.
-No son fichas, son botones -dijo Enrique.
-¿Botones? -preguntó Landa.
-Sí, botones. Mira éste que bonito: blanco alrededor,
fondo azul y encima un ancla dorada -dijo la abuela.
-Sí, es muy bonito -dijo Landa.
-No hay derecho a matar un botón tan bonito -dijo la
abuela mientras sonreía como un hada madrina.
-No, claro que no -dijo Enrique medio en broma, medio en
serio.
-¿Y éste qué botón es?, ¿qué significa? -preguntó Landa
mientras señalaba uno rojo ni muy grande ni muy chico, un poquitín grueso y con
cuatro agujeritos en el centro.
-Éste me representa a mí -dijo la abuela.
-¿Y cuál representa a Enrique? -volvió a preguntar Landa.
-Éste -Enrique cogió un botón muy pequeñito, casi
transparente, con rayitas azules y rosas y un solo agujero en medio.
-Ese botón es imposible de coser -dijo Landa-, con un solo
agujero se escapa el hilo.
-Sí, por eso me gusta, es el botón más libre que he
encontrado -dijo Enrique.
La abuela lanzó una carcajada. Estaba contenta con las
ocurrencias de su nieto.
-Avanzas deprisa -dijo la abuela.
-El tablero es de colorines -observó Landa.
-De colorines y patos, se lo ha inventado mi abuela -dijo
Enrique muy orgulloso.
La abuela movió el botón rojo de los cuatro agujeros y
lanzó una pregunta a su nieto.
-¿A que no sabes por qué es doblemente triste que un
caracol muera aplastado?
Enrique cerró sus hermosos ojos celestes e intentó
concentrarse. La frente arrugada, más y más concentrado hasta que satisfecho
dijo:
-Ya lo sé.
-Venga -le dio ánimo su abuela.
-Porque no solo moriría el caracol sino que además
dejaría de existir su casa -contestó Enrique.
-¡Bravo! -dijo la abuela entusiasmada-. Toma te doy este
botón color vainilla que te recordará a los helados que tanto te gustan y éste
morado con una franja dorada alrededor y éste blanco como el amor...
-¿El amor es blanco? -preguntó Landa.
-No me has dejado terminar y éste negro como el amor
también y éste amarillo como un amor japonés, y éste colorado como un indio y
éste, y éste, y éste otro también.
A Landa le pareció un juego estupendo y por lo visto se
ganaba con mucha facilidad.
-Ahora debes responderme tú otra pregunta -dijo Enrique a
su abuela-. ¿Por qué no hay vencedores ni vencidos en las carreras?
Landa agachó la cabeza, quería esconder el rubor de sus
mejillas. Pero no estuvo mucho tiempo agachada, levantó la cabeza en cuanto
escuchó la dulce voz de la abuela que respondía:
-Porque el mundo es redondo.
-¡Bieeeen! -dijo Enrique mientras hacia palmas-. Toma te
doy este botón que parece una bolita de alcanfor, te doy éste otro que tiene
forma de pirámide y éste rectangular que parece un chicle de menta, pero ten
cuidado no te lo vayas a comer, no es un chicle de menta, es un botón.
-Tengo, tengo otra pregunta -dijo la abuela-. ¿A qué no
sabes por qué no se le puede mentir a los niños?
-Porque siempre acaban descubriendo la verdad -dijo Landa
adelantándose a Enrique.
-Toma este botón marrón porque lo tuyo sí que ha sido una
buena invención -dijo Enrique, que quería ser poeta e inventaba versos cada vez
que podía.
-Toma este otro azul, y éste que parece medio huevo -dijo
la abuela.
-Éste que tiene forma de margarita -dijo Landa.
-Éste que da gusto tocarlo porque es de madera fina te lo
regalo -dijo la abuela.
-Y éste de latón que era de mi pantalón te lo regalo yo
-dijo Enrique.
Así estuvieron un buen rato, intercambiando botones.
-¿Contamos los botones para ver quién ha ganado? -dijo Landa.
-No, no, qué horror -dijo la abuela.
-¿Entonces nadie gana? -dijo Landa.
-Entonces nadie pierde -respondió Enrique.
Landa, Enrique y la abuela metieron los botones con mucho
cuidado en una caja redonda que parecía un botón gigante sin agujeros y después
se despidieron.
-Adiós -dijo Landa.
-¿Por qué no te quedas? -dijo la abuela.
-Sí, quédate y jugamos otra partida -rogó Enrique.
-No puedo, mi amiga Olga me estará buscando.
-¡Ah, sí, es tarde! -dijo la abuela mientras miraba un
reloj de esos antiguos, un reloj de bolsillo plateado. En la tapa del reloj
había un montón de flores grabadas y en una esquinita una casita pequeña.
-Además, tengo que dibujar una página entera de Jardines
y hacer una casita para Blun y Ríder -dijo Landa.
-¿Quiénes son Blun y Ríder? -preguntó la abuela.
-El cuidador y la cuidadora de rosas del País de la
Sencillez -respondió Landa.
-¿El País de la Sencillez? -dijo Enrique con curiosidad.
-Sí, un día vendré con mi cuaderno y os lo enseñaré. ¿De
acuerdo?
-dijo Landa.
-Vale -dijo la abuela.
Landa se fue despacio hasta la meta, seguro que allí
estaría Olga esperándola. Landa andaba muy despacio y mientras tanto no dejaba
de pensar en Blun y Ríder.
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