domingo, 5 de julio de 2015

Capítulo 5: La carrera





            Bueno, bueno, ya se han despertado Olga y Landa. No os preocupéis, ya os voy a contar lo que pasó el día de la carrera. ¡Uf, qué lío de historia!, ¡qué lío!

            El día de la carrera amaneció algo nublado, pero eso no impidió que Olga y Landa estuvieran muy contentas. Ellas pensaban ganar, eso lo tenían claro, muy claro. Además pondrían todo su empeño en ello.

            Olga, a escondidas de la directora de la residencia, subió el desayuno a Landa y también le subió unos pantalones cortos y una camiseta blanca y unas zapatillas de deporte, Olga también iba vestida con ropa deportiva.

            Salieron sin perder tiempo y se fueron a la puerta de los almacenes El Buen Precio, allí era donde iban a dar la salida de la carrera.

            Había mucha gente, una pancarta muy grande, banderines de colores colgados de las farolas, altavoces con música y la voz de un locutor muy simpático que daba ánimos a todo el mundo. Olga y Landa estaban muy emocionadas y más se emocionaron cuando les dieron los dorsales con sus respectivos números. A Olga le dieron el número 215 y a Landa el número 1, porque el que tenía ese número se tuvo que retirar en el último momento por culpa de un resfriado.

            Olga y Landa no podían con tanto entusiasmo.
            -Seguro que ganas -dijo Olga-, además, llevar el número 1 te traerá suerte.
            -Claro que sí -respondió Landa mientras sonreía-. Yo voy a correr todo lo que pueda.

            En ese momento se escuchó un redoble de tambor a través de los altavoces y después la voz del locutor: la carrera estaba a punto de empezar. Las nubes se fueron y brilló un sol resplandeciente.

            Había muchos participantes, doscientos setenta y cinco en total y todos se apretaron en la línea de salida. Todos estaban nerviosos y todos querían ser los ganadores. En uno de los escaparates de los almacenes El Buen Precio estaban colocados los premios: una tienda de campaña enorme y muy resistente, una mesa y sillas plegables, una cocina de camping y una nevera pequeña llena de frutas y refrescos. Había hasta un televisor y sobre el televisor un sobre cerrado donde estaban guardados los 1.000 euros que regalaban al triunfador. Todo lo que necesitaba Landa estaba allí.

            El propietario de El Buen Precio dio la salida, apretó el gatillo de una pistola plateada y el disparo se escuchó como un trueno. Los corredores salieron impacientes. Landa salió como una flecha y Olga la siguió. Sin mucho esfuerzo se pusieron en cabeza, se miraron de reojo y soñaron con la victoria.

            Landa iba con los puños apretados, los ojos casi cerrados y daba grandes zancadas. Olga también iba con los puños apretados y también daba grandes zancadas, pero no se fijó mucho en qué dirección corría y tomó por una calle equivocada.

            -¿Dónde vas Olga? -le preguntó Landa, pero a Olga no le dio tiempo a responder, rápidamente fue un juez hacia ella y la descalificó de la carrera.
            Olga estuvo a punto de echarse a llorar, solo a punto, porque reaccionó rápidamente y pensó: “Bueno, si no corro yo por lo menos animaré a Landa”.
            Landa seguía la primera, iba sola y feliz en la cabeza de la carrera. La gente gritaba y aplaudía o hacían comentarios sorprendidos de que una niña fuera la primera:
            -Mira, con lo joven que es y qué velocidad lleva -dijo un señor bajito que toda su vida había querido ser tenista, pero era fontanero.
            -¡Venga, número uno! -dijo una señora que toda su vida había querido ser bailarina pero que ahora trabajaba de limpiadora en un banco.
            -¡Bravo, bravo! -gritaba un muchacho que, de vez en cuando, soplaba una trompeta de plástico muy grande.
            -Sigue así y ganarás -dijo un viejecillo que había querido ser oculista y era oculista.
            -Economiza tus fuerzas -dijo una señora que quería ser veterinaria y era veterinaria.

            Landa seguía corriendo y de lejos escuchaba las voces de las gentes y algunos consejos los entendía, otros no. Eso de “economiza tus fuerzas” no estaba muy segura de lo que significaba. También escuchaba los aplausos y veía las banderitas y a Olga que de vez en cuando daba saltos para que su amiga la viera entre el público y le decía: “Ánimo Landa, ánimo”.

            Landa estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano. Le sudaba la frente, las manos, las piernas. Pensaba en el momento en que se subiría al podium, en la entrega del premio. Eso le daba más fuerzas y más empeño ponía en seguir adelante.

            Pasó el primer control y le dieron una botella de agua, ¡tenía tanta sed! Landa siguió adelante, ya solo le faltaban veinte kilómetros.





            “Veinte kilómetros no son nada”, pensó Landa. Tenía que ganar esa carrera, tenía que ganarla, era su única posibilidad de tener casa, de conseguir la hermosa tienda de campaña naranja que podría instalar en el patio del colegio o en la plaza del mercado o en la estación del tren. No importaba dónde, daba igual. Ahora lo importante era ganar la carrera. Landa cerró los puños y corrió todavía más concentrada y a mayor velocidad.

            Olga hacía todo lo que podía, pero era difícil esquivar a tanta gente y algunos pensaban que ella quería colarse, entonces se ponía a dar explicaciones y les decía que lo que ella quería era dar ánimo a su amiga Landa, la que llevaba el dorsal número 1. Todas esas conversaciones la hacían retrasarse y así poquito a poco se quedó atrás. Decidió que lo mejor era ir directamente a la meta, allí recibiría a Landa y cogería sitio para ver la entrega de premios. Sería estupendo.

            La gente gritaba, aplaudía, no dejaba de mover sus banderitas y Landa seguía y seguía corriendo. De pronto vino un grupo muy unido, era un equipo de corredores muy apretados y la adelantaron velozmente. A Landa no le dio tiempo ni a verles las caras, pasaron tan deprisa... Ahora, eso sí, Landa no se vino abajo. ¡Qué va!, al contrario, puso más empeño y dios tres, cuatro, cinco, seis zancadas muy grandes. Algo increíble volvió a ocurrir: otro grupo de corredores pasó velozmente y otro grupo más y otro, y algún corredor solo y alguno más, y otro, hasta que Landa perdió la cuenta de cuántos eran los que la habían adelantado.

            El público empezó a darle ánimo:
            -Adelante, número uno -dijo un niño que había suspendido una vez y sabía muy bien lo triste que se pone uno cuando no salen las cosas como deseamos.
            -Venga, número uno -dijo una señora que pasaba por allí con la cesta de la compra y estaba tan cansada con el peso que llevaba que se paró un rato para ver la carrera.
            -Arriba, número uno.
            Pero... ¿cómo arriba?, ¿qué había sucedido?

            Landa estaba a punto de caerse, iba con la mano apoyada en el lado izquierdo de su vientre y andaba agachada sin poder ponerse derecha.
            -Mira el número uno -dijo un señor mientras lanzaba una carcajada gigante que llegó hasta los oídos de Landa.
            -Sí, mirad al número uno -dijo una muchacha mientras se reía también-, ¿cómo se le ocurre a esa niña apuntarse en una carrera de personas mayores?
            -Venga, número uno -dijo una viejecilla con mucha guasa sin poder aguantar la risa.
            Landa no sabía dónde meterse, no podía más aunque hizo un esfuerzo de campeona y logró ponerse derecha y andar deprisa algunos metros.
            -Ya se levanta el número uno.
            -Sí, mirad. Ya se levanta, parece que está recobrando fuerzas.
            En ese momento pasó ante un control y de nuevo Landa bebió agua y se recuperó un poco. Apretó los dientes y corrió como una desesperada.
            -Así se corre -dijo un muchacho que estudiaba Educación Física.
            La verdad es que Landa ponía toda su alma.
            -¡Oh, se ha caído! -dijo una señora.
            Landa se levantó rápidamente sin mirar siquiera donde se había hecho daño y corrió y corrió hasta que adelantó a un señor con bigote.
            -Venga, número uno -dijo otra señora que llevaba un sombrero rosa, pero lo dijo de tal forma que no se sabía muy bien si le daba ánimos o se reía de ella porque el señor con bigote había reaccionado y adelantaba orgulloso a Landa.

            Landa se inclinó, le dio un pinchazo muy fuerte en el costado izquierdo y después de dar siete u ocho zancadas, medio ladeada y sin ninguna orientación, tuvo que detenerse.
            -Mira cómo se para la número uno -dijo un señor con un puro y una barriga muy grande.
            -¡Vaya número uno! -dijo una niña decepcionada.
            Landa anduvo despacio, ya no podía correr más, las zapatillas le estaban un poco pequeñas y además tenía mareos.
            -¡Qué vergüenza! Si yo llevara el dorsal número uno y no fuera capaz de acabar la carrera me moriría de vergüenza -dijo un muchacho muy alto que parecía jugador de baloncesto.
            -Pobrecita -se escuchó muy bajito.
            -Ja, ja, ja es el número uno más retrasado que he visto en mi vida
-dijo una señora muy elegante en el momento que todos, absolutamente todos los corredores que participaban en la carrera adelantaban a Landa.

            Landa andaba inclinada no solo por el pinchazo en el costado, además así evitaba levantar la cabeza y que se vieran sus ojos llorosos. “Tierra, trágame”, pensó Landa mientras escuchaba las risas y las bromas del público. Sin poder resistirlo más se metió en una calle solitaria.

            La calle estaba desierta, a lo lejos se oía el griterío de la masa que animaba a los otros corredores y en aquel momento Landa pensó que tal vez podría hacer un poquillo de trampa y llegar por un atajo a la meta. En ese instante se desmayó. Estaba algo más que cansada, estaba rendida.

            Ante ella pasó una pandilla de niñas muy bien peinadas y con helados y caramelos y todas las chucherías que os podáis imaginar.
            -Mirad el número uno -dijo una de ellas y se rieron todas.
            -Vamos a ayudarla -dijo otra.
            -Sí, para que nos manchemos. ¿No os habéis dado cuenta de que está llena de churretes?
            -Es verdad, hasta tiene las uñas sucias.
            Landa oyó sus voces perdidas, ya no podía hacer nada, era incapaz de levantar un brazo, siguió tendida en medio de la calle.
            Así pasó un buen rato hasta que una sombra se posó sobre ella. ¿Era Olga? No, no era Olga. Era un muchacho muy delgado, de ojos celestes que se llamaba Enrique.
            -Oye, ¿qué te pasa? -dijo Enrique mientras se agachaba.

            Landa no podía contestar, la figura de Enrique se multiplicó por tres o cuatro y ella lo veía dar vueltas a su alrededor.
            -Toma, te sentirás mejor -Enrique le acercó un helado de naranja.
            Landa, sin fuerzas, sacó su lengüecita rosa y probó el helado.
            -Anda, ven conmigo -dijo Enrique mientras la cogía en brazos-. Te llevaré a casa de mi abuela.

            La casa de la abuela de Enrique estaba muy cerca, ella estaba en la puerta tomando el solecito y cuando vio llegar a su nieto con una niña en brazos entró rápidamente en la cocina y preparó una buena comida. Landa comió un poquito, muy poquito y bebió zumos y agua. Sobre todo tenía sed, mucha sed.

            Cuando Landa se encontró mejor, la abuela se fue de nuevo a la puerta. Enrique, mientras tanto, le preparó la bañera a Landa y le dio unas toallas y ropa suya para que se cambiara. Ya dentro de la bañera, el nivel del agua aumentó de pronto. No sé si adivináis porqué. Sí, exacto, porque Landa echó allí todas sus lágrimas y toda su pena por haber fracasado. Ella era una fracasada. Cuando acabó de bañarse se fue a la puerta junto con Enrique y su abuela, allí estaban los dos tomando el sol y jugando.
            -¿Jugáis al ajedrez? -dijo Landa.
            -No, el ajedrez es un juego muy aburrido -dijo la abuela.
            Landa miró a Enrique y éste se encogió de hombros.
            -A mí no me mires, yo no sé nada, estoy aprendiendo ahora -dijo Enrique.
            -A mi nieto no le gusta mucho porque en este juego no se mata a nadie.
            -¡Ah, no? -dijo Landa interesada.
            -No, aquí todas las fichas son iguales y distintas -dijo la abuelita.
            -No son fichas, son botones -dijo Enrique.
            -¿Botones? -preguntó Landa.
            -Sí, botones. Mira éste que bonito: blanco alrededor, fondo azul y encima un ancla dorada -dijo la abuela.
            -Sí, es muy bonito -dijo Landa.
            -No hay derecho a matar un botón tan bonito -dijo la abuela mientras sonreía como un hada madrina.
            -No, claro que no -dijo Enrique medio en broma, medio en serio.
            -¿Y éste qué botón es?, ¿qué significa? -preguntó Landa mientras señalaba uno rojo ni muy grande ni muy chico, un poquitín grueso y con cuatro agujeritos en el centro.
            -Éste me representa a mí -dijo la abuela.
            -¿Y cuál representa a Enrique? -volvió a preguntar Landa.
            -Éste -Enrique cogió un botón muy pequeñito, casi transparente, con rayitas azules y rosas y un solo agujero en medio.
            -Ese botón es imposible de coser -dijo Landa-, con un solo agujero se escapa el hilo.
            -Sí, por eso me gusta, es el botón más libre que he encontrado -dijo Enrique.
            La abuela lanzó una carcajada. Estaba contenta con las ocurrencias de su nieto.
            -Avanzas deprisa -dijo la abuela.
            -El tablero es de colorines -observó Landa.
            -De colorines y patos, se lo ha inventado mi abuela -dijo Enrique muy orgulloso.
            La abuela movió el botón rojo de los cuatro agujeros y lanzó una pregunta a su nieto.
            -¿A que no sabes por qué es doblemente triste que un caracol muera aplastado?
            Enrique cerró sus hermosos ojos celestes e intentó concentrarse. La frente arrugada, más y más concentrado hasta que satisfecho dijo:
            -Ya lo sé.
            -Venga -le dio ánimo su abuela.
            -Porque no solo moriría el caracol sino que además dejaría de existir su casa -contestó Enrique.
            -¡Bravo! -dijo la abuela entusiasmada-. Toma te doy este botón color vainilla que te recordará a los helados que tanto te gustan y éste morado con una franja dorada alrededor y éste blanco como el amor...
            -¿El amor es blanco? -preguntó Landa.
            -No me has dejado terminar y éste negro como el amor también y éste amarillo como un amor japonés, y éste colorado como un indio y éste, y éste, y éste otro también.

            A Landa le pareció un juego estupendo y por lo visto se ganaba con mucha facilidad.
            -Ahora debes responderme tú otra pregunta -dijo Enrique a su abuela-. ¿Por qué no hay vencedores ni vencidos en las carreras?
            Landa agachó la cabeza, quería esconder el rubor de sus mejillas. Pero no estuvo mucho tiempo agachada, levantó la cabeza en cuanto escuchó la dulce voz de la abuela que respondía:
            -Porque el mundo es redondo.
            -¡Bieeeen! -dijo Enrique mientras hacia palmas-. Toma te doy este botón que parece una bolita de alcanfor, te doy éste otro que tiene forma de pirámide y éste rectangular que parece un chicle de menta, pero ten cuidado no te lo vayas a comer, no es un chicle de menta, es un botón.
            -Tengo, tengo otra pregunta -dijo la abuela-. ¿A qué no sabes por qué no se le puede mentir a los niños?
            -Porque siempre acaban descubriendo la verdad -dijo Landa adelantándose a Enrique.
            -Toma este botón marrón porque lo tuyo sí que ha sido una buena invención -dijo Enrique, que quería ser poeta e inventaba versos cada vez que podía.
            -Toma este otro azul, y éste que parece medio huevo -dijo la abuela.
            -Éste que tiene forma de margarita -dijo Landa.
            -Éste que da gusto tocarlo porque es de madera fina te lo regalo -dijo la abuela.
            -Y éste de latón que era de mi pantalón te lo regalo yo -dijo Enrique.
            Así estuvieron un buen rato, intercambiando botones.
            -¿Contamos los botones para ver quién ha ganado? -dijo Landa.
            -No, no, qué horror -dijo la abuela.
            -¿Entonces nadie gana? -dijo Landa.
            -Entonces nadie pierde -respondió Enrique.

            Landa, Enrique y la abuela metieron los botones con mucho cuidado en una caja redonda que parecía un botón gigante sin agujeros y después se despidieron.
            -Adiós -dijo Landa.
            -¿Por qué no te quedas? -dijo la abuela.
            -Sí, quédate y jugamos otra partida -rogó Enrique.
            -No puedo, mi amiga Olga me estará buscando.
            -¡Ah, sí, es tarde! -dijo la abuela mientras miraba un reloj de esos antiguos, un reloj de bolsillo plateado. En la tapa del reloj había un montón de flores grabadas y en una esquinita una casita pequeña.

            -Además, tengo que dibujar una página entera de Jardines y hacer una casita para Blun y Ríder -dijo Landa.
            -¿Quiénes son Blun y Ríder? -preguntó la abuela.
            -El cuidador y la cuidadora de rosas del País de la Sencillez -respondió Landa.
            -¿El País de la Sencillez? -dijo Enrique con curiosidad.
            -Sí, un día vendré con mi cuaderno y os lo enseñaré. ¿De acuerdo?
-dijo Landa.
            -Vale -dijo la abuela.
            Landa se fue despacio hasta la meta, seguro que allí estaría Olga esperándola. Landa andaba muy despacio y mientras tanto no dejaba de pensar en Blun y Ríder.




                                                     Continuará en el Capítulo 6
                                                     titulado ¿Dónde están Blun y Ríder?


No hay comentarios:

Publicar un comentario